jueves, 30 de octubre de 2008

Miedo en la escuela

Miedo en la escuela

gabriel lerner

23 de abril de 2007

En decenas de escuelas del sur de California sonaron las alarmas la semana pasada: en la preparatoria Bonita, de La Verne; la Vista Murrieta, de Riverside; la Birgminham, de Van Nuys.
Su común denominador fue el temor de las autoridades a que alguien, estimulado por la horrenda matanza en el politécnico de Virginia, tratara de emularla. No querían ser luego acusados de no haber tomado las medidas correspondientes.


Pero la violencia y el miedo no llegaron a nuestras escuelas en esta semana; en muchas es cosa de todos los días.
Niños se insultan, humillan, atacan, se roban, golpean, hieren y matan; introducen cuchillos y revólveres a los recintos académicos. Y drogas: marihuana y cocaína en las de más alto nivel; cristal meth en lugares más pobres.
Es una extensión de la vida cotidiana en su propio barrio.
La violencia estudiantil se concentra en zonas de bajos ingresos, alta cesantía, crimen y subdesarrollo. Pero no perdona ni discrimina por edad, ni situación económica.
Fuera de la escuela primaria Harrison, a 100 metros de mi casa en el Este de Los Ángeles, un pandillero murió hace seis meses en un tiroteo.
En la secundaria de Rolling Hills, un vecindario de altos ingresos si hay uno, encontraron a unos niños enseñándose cuchillos. Y la semana pasada alguien llevó una pistola de juguete y debieron cerrar las aulas.


En Gardena, varios alumnos de secundaria quieren ser pandilla, la KP o Korean Pride. Sus actividades son relativamente inocuas: se pasan más de 24 horas seguidas en un café internet compitiendo en juegos de video y organizan carreras callejeras —ilegales— de sus automóviles.
En una escuela intermedia en Pico Rivera cerraron la semana pasada las puertas de las clases y las salidas a la calle por horas, porque afuera, la policía estaba buscando a un fugitivo. De hecho, los cierres —lockout— de los colegios son frecuentes y en muchas áreas, cosa de cada mes.
Así, una escuela en Sun Valley cerró sus puertas cuando un padre trató de secuestrar a su hijo cuya custodia legal no le pertenecía.


La violencia está relacionada con las pandillas, aunque allí no las haya: en la secundaria South de Torrance, bastión de excelencia académica y baja criminalidad, le avisaron a un chico que vestía una camisa roja que dejase de usar los símbolos de la pandilla Bloods. Se lo dijo un muchacho vestido de azul a la usanza de los Crips.
En otras escuelas, enfrentamientos basados en la pertenencia de pandillas son constantes y cargados de agresividad.


La violencia está relacionada también a filiación étnica. En Compton, Inglewood, en el sur, se denuncian enfrentamientos en escuelas entre chicos afroamericanos —cada vez una minoría más pequeña— y latinos. Son un reflejo de guerras externas que causaron varios muertos este mismo año. Peleas multitudinarias se dan por años entre chicos latinos y armenios en Glendale.
Pero las matanzas como la del Virginia Tech y Columbine llaman más la atención. Muchas veces, porque suceden entre chicos de familias ricas, blancas o asiáticas, sin antecedentes penales, que obtuvieron armas legalmente y cometieron masacres porque eran, dicen, locos, alienados, inadaptados sociales.


Nada sobre la cultura de violencia de la que formaban parte.
Nada sobre la violencia diaria en nuestras propias escuelas y barrios.

JÒVENES INADAPTADOS

sábado 27 de enero de 2007
CRÓNICA NEGRA
Los hijos del Vaquilla
Por Francisco Pérez Abellán
Hace unos días, tres menores de 13, 10 y 8 años salieron a escape por las carreteras madrileñas con un BMW 318 blanco robado. Los polis de Coslada los confundieron con los atracadores de una pizzería y les montaron una persecución de mil demonios. Algunos de los pitufos –como ellos dicen– salieron de la carrera con las cervicales dañadas; los chavales, en cambio, no se hicieron un solo rasguño –salvo uno, que se estampó contra el parabrisas al derrapar el coche en un terraplén.
Dicen que se encontraron el vehículo con el puente hecho en la Cañada Real y lo cogieron para volver a casa. El caso es que en España hay una larga tradición de ladrones de coches que ya a los 7 años andaban con las manos en el volante. Los policías que los vieron salir corriendo del deportivo estrellado no se explicaban cómo llegaban a los pedales. Eran chicos pequeños, mal desarrollados, quizá con avitaminosis.

Mi buen amigo Juan Carlos Delgado, que lideraba una banda cuando apenas levantaba un palmo del suelo y que ha terminado enseñando técnicas de conducción evasiva a la Guardia Civil, guindó una vez un abrigo loden a un primo, de esos que llevaban entonces los niños pera. En su barrio de Getafe empezaron a llamarle el Pera, y con el Pera se quedó.

Juan Carlos distingue la potencia de un coche por el sonido y el rendimiento del motor por el olor de la gasofa. Es un conductor vocacional, reinsertado, que quiere ayudar a estos niños y arrastrarlos a la escuela. La mitad de ellos son portugueses inadaptados que, sin embargo, ya han enlazado con la tradición oral. Y se saben de memoria la película Perros callejeros, con música de Los Chungitos. Cualquiera lo diría. Chavales con problemas de desarrollo y crecimiento que hacen un puente en menos que canta un gallo y que guardan el DVD de la película de José Antonio de la Loma protagonizada por el Vaquilla y el Torete como si se tratara de un incunable del Quijote.

Son los hijos putativos del Vaquilla. Los que nunca tuvo. A finales de los 70, el Vaca irrumpía en los descampados con un R-5 a todo trapo y acto seguido echaba el freno para trazar derrapes, haciendo mugir los neumáticos. "¡Vaca, cómetelos!". Iba el Vaquilla todo tieso, echando viruta a la Madera, casi parado sobre los pedales, poniendo riñones en las curvas. Sobre todo si se ligaba un Seat 1400 o un 1600, con asientos extensibles, donde se podía estirar toda una chorba mientras vibraban en el altavoz las guitarras de los Chungos. Vaca que nadie te puede parar.

Son escenas que estos tiernos ladrones de coches, aprendices de aluniceros o de tironeros, que hacen oposiciones al chirlo o al descuido, han visto ya muchas veces, como los cinéfilos de culto Casablanca, la película del cáncer de pulmón, prieta en una atmósfera asfixiante de intriga y entrega romántica, donde siempre nos quedará París. Pocos saben que Humphrey Bogart, Bogey, murió de un apestoso cáncer de esófago, tal y como estos chicos ignoran que el Vaquilla no logró nunca la felicidad, sino una extraña y fugaz fama que todavía le hizo más difícil el cumplimiento carcelario.

Mi amigo el Pera, lleno de buenas intenciones, les enseña la agenda de los amigos muertos: todos palmaron muy jóvenes, de un tiro o de un accidente. Él lo evitó por aplicarse a la cultura, que es la única tabla de salvación.

Los que no saben de estas cosas creen que los chicos de 13, 10 y 8 años, del poblado de La Junga, un centro de realojamiento a tres kilómetros de Vicálvaro (Madrid), se montaron su propia persecución hartos de ver decenas de veces Perros callejeros, pero la cosa es más sencilla. Se echaron a lo de los coches, como auténticos hijo del Vaca, porque lo da el ambiente, porque nadie se echa a ellos para sacarles de la miseria y remediar su escaso desarrollo físico.

En un poblado que bautizaron "El Cañaveral" pero al que le pega mucho más el nombre nuevo de La Junga, porque está lleno de pequeñas fieras, se respira el polvo de las chabolas, mientras que en el barro los BMW robados refulgen más que el sol. Meter la primera y casi pararlos, desbocados, apretando el freno que los pone de pie, es una aventura incomparable que hace que te sientas como el Torete, al que le dieron la muerte del aplastamiento: un coche le desmigajó contra un muro. La muerte que quisieron otros hijos de vaca para la virginal Sandra Palo, escapados del abandono y el agobio en barrios miserables.

Esta es una pobre sociedad del siglo XXI, confundida y desesperada, en la que vuelven los sueños rotos del Vaquilla, el velorio del Torete y los retos del Jaro, aquel tipo rubiajo al que la Guardia Civil le voló de un tiro un testículo.

Estos chicos tienen al Pera, que en su día tuvo al Tío Alberto, y poco más. Los centros de acogida son tan aburridos que apenas les retienen durante unas horas. La sociedad supuestamente civilizada les machaca con normas idiotas, les niega el pan y la sal, la educación y la alimentación. Pero en casi cada puerta hay un deportivo que se abre con la llave de una lata de sardinas. Suelen estar a tope de gasofa, y no hay más que procurarse un ladrillo o un cojín para acelerar a fondo. Los guardias ni siquiera huelen el humo de los coches robados. Y si les pillan, la ley les pone a salvo. Cuando tienen trece años no se puede hacer otra cosa que echarles un rapapolvo, que es lo contrario de algo divertido, para lo que sobran cuatro letras y falta alguna gachí que se ponga caliente con un buen tubo de escape.

Vuelven el Madrid y la Barcelona de los 70, con sus persecuciones de película, ahora que aquel asfalto tapizado de droga está poblado de viejos cadáveres. Aquí, chatarrear y chorar son verbos de moda. Los nombres son lo de menos: si tienes los ojos achinados te ponen Samurái; si eres cuasienano, Pumuki; si embistes a la primera, Vaquilla. Algunos no tienen padre, y a todos los ignoran los políticos, si no está cerca el fotógrafo que haga la foto para las elecciones.

Mañana será otro puente en una furgoneta o un Audi, habrá nuevas carreras y trompos. Alguien con mal criterio ha decidido que no se puede hacer otra cosa. La Ley del Menor, lejos de protegerles, permite que sigan su entrenamiento hasta el último derrape del Vaquilla.

jueves, 23 de octubre de 2008

¿Que es la inadaptación social?


Una persona inadaptada adquiere este termino al no ser su comportamiento el requerido por el grupo de referencia, no sigue los cánones impuestos, pero el comportamiento discrepante no tiene que suponer necesariamente una situación de exclusión. La inadaptación puede darse individualmente o en grupos.